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Fin de semana

lunes,1 octubre, 2012

El viernes supo que iba a venir. Mi hermana me lo había dicho aunque dudaba si venir sola. No quería que una mala impresión les dejara un mal recuerdo.

Pero ellos prefirieron una posible mala imagen, un contacto real, a lamentar más tarde no haberlo visto de nuevo. Y renunciaron a un cumpleaños al que estaban invitados a cambio de un viaje de 500 km y a la tristeza de ver a un abuelo en su estado.

Y cuando el sábado los vio entrar por la puerta del patio de la residencia le cambió la cara.

Y abrazándoles, sospechando que podría ser una de las últimas veces, repitió dos veces:

– ¡Esto es lo que yo necesitaba!

Luego la tarde transcurrió como las últimas. Pero en su cara se adivinaba una calma que no tenía días atrás. Y en la despedida, a la hora de bajar al comedor a cenar, las fuerzas ya le habían abandonado. Salió a la puerta, abrió la cajetilla y apenas acertó a sacar un cigarrillo. Lo fumó con un ansia que yo no había apreciado los días anteriores. Y cuando se consumió, sin apenas haberle dado tres caladas, se dio la vuela, se agarró a mi brazo, y después de dos vacilantes pasos, me ordenó que los llamara. Quería darles un beso a los tres y despedirse a conciencia.

El domingo ya no era el mismo. Sentado en la esquina del patio,  que se había apropiado el día que llegó por primera vez, y que sus compañeros respetaban si él no estaba allí, dejando su silla vacía, esperó a que ellos llegaran. Y cuando los vió otra vez, las fuerzas abandonaron su cuerpo.

Hoy por la mañana salió a fumar. Pero su mano no alcanzó a llevar el cigarrillo a la boca. Y pidió que le acostaran.

Cuando fui a visitarlo ya le habían trasladado de habitación. Individual, al lado de la enfermería.

Cuando entré estaba profundamente dormido. Su cara estaba relajada, su respiración era trabajosa, ruidosa, difícil…

Me senté frente a él. Mis ojos se nublaron.

Y en mi mente asomó un pensamiento.

Por su bien. Solo por su bien.

 

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